La arena que le trepa a uno en los ojos cuando el viento nace desde el suelo, es la misma arena, el mismo peso, que necesitan Anaïs y Colin para darse cuenta de que la vida, juntos, se les marcha en un soplo inesperado, aunque en tal soplo tengan tiempo, a veces, para disentir de la longitud de sus años y del modo en que éstos acontecen para ambos.
Y, desde que se conocieron encerrados en la cabina de un ascensor hasta charlar sentados en las butacas de su salón sobre cómo recibirán la muerte de uno y otro, siempre han debido procurarse la misma mentira o han cuidado de la misma ilusión para proseguir viendo cómo se hunden y entrelazan sus cimientos en una tierra conjunta de edad, hechos, concesiones y besos.
Así, siempre se han valido de preguntarse el uno al otro: ¿Recuerdas cuando llenábamos la casa de arena antes de salir de vacaciones? y poco a poco, con paciencia, hasta ellos mismos comprenden por qué y cómo nació aquello.
La arena les valió toda una historia, porque citando a Louis-Ferdinand Céline en Viaje al fin de la noche “Enamorarse no es nada, permanecer juntos es lo difícil”.