Gael, en medio de la noche, abre los ojos y no sabe dónde está. La oscuridad le traga y es imposible regresar hasta la cama con su pareja. Allí, en aquel espacio indeterminado, van a aparecer seres y enseres que insisten en complicarle el camino de vuelta. Su habitación se ha convertido en una tienda de antigüedades y a él le toman por el dependiente. No hay modo de que la vida te deje en paz, entonces, ¿esconderse o probar?
La humanidad es un ejercicio impracticable, y por ello, quizá, resulte un ejercicio mágico, o, quizá, sea al revés, tan mágico que resulte impracticable. Sin embargo, sea como sea, nuestra existencia transcurre en el limbo que separa la nitidez de un ejercicio del otro y entonces, en esa tierra de nadie, difusa, los ojos saltan por la palanca de las cucharas mientras los labios se muerden entre sangre finita, los vientres crecen emponzoñados tras un torrente de semen impetuoso y los brazos enraízan laberinto en la calma de la tierra oceánica. Es en este paisaje desdibujado donde, mezclados, somos humanidad, porque en la abrupta brecha que separa el asesinato del abrazo es siempre en el único lugar donde todos podemos reunirnos y hacernos.